El sábado 3 de marzo -en Pamplona, España- fue ordenado diácono de la Iglesia Walter Hugo Castillo Pineda, seminarista de la Diócesis de San Vicente, originario de la Parroquia San Miguel Arcángel. Les compartimos intacta sus impresiones personales ante tan gran acontecimiento.
Jn 1, 38-39.
“Vuelto Jesús y viendo que le iban siguiendo, les dice. ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí ( que traducido quiere decir Maestro) ¿ dónde moras? Díceles: Venid y lo veréis. Vinieron, pues, y vieron dónde moraba y se quedaron con El aquel día. Sería la hora décima.”
Con cuánta frescura mental guardó San Juan aquél día, incluso la hora, de su primer encuentro con Jesús. “Sería la hora décima” nos dice el Apóstol. Pues sí, es esa también mi hora, -las 10:00 de la mañana--, la hora de mi ordenación Diaconal y que fue conferida por S.E.R.Mons. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos (España), junto a Carlitos de Oliveira (Brasil), Carlos David Pacheco (Perú), Carlos Riquelme (México), Hans Christian (Filipinas). Dicha ordenación fue en la Iglesia de San Nicolás, Pamplona.
Muchas gracias sean dadas a Dios por éste don del sacerdocio (diaconado) que me configura con Cristo Servidor. Es un don inmerecido, pero al que he procurado corresponder con generosidad. Dios lo sabe.
Una de las preguntas habituales que le hacen a uno los compañeros, antes de la ordenación, suele ser: ¿Qué tal, ya preparado? ¿Qué se siente estar próximo a la ordenación? Y uno se queda corto en respuestas, porque jamás se ha vivido semejante experiencia. Las preguntas que surgen después de la ordenado son: ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes ahora? A lo que se me es difícil responder, porque, después de la ordenación anda uno un poco sonámbulo. No se cabe en la alegría.
Comencé a darme cuenta de que era diácono, cuando me vi revestido de la Dalmática y sirviendo al altar, cuando alcé junto al Arzobispo el cáliz que contenía la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, cuando el primer seminarista se acercó a mí y poniéndose de rodillas me arrancó la primera bendición; entonces comencé a darme cuenta de que había cambiado algo esencial en mí. No era yo el que bendecía sino el mismo DIOS a través de mí. Algo jamás experimentado antes.
Mis compañeros seminaristas, procuraron –inconscientemente--, prepararme para el diaconado, ya que de vez en cuando se atrevían a llamarme Diácono, aún sin serlo y eso me hacía caer en la cuenta de la inminencia de tan gran acontecimiento. Hasta el punto me pedían bendiciones por adelantado y encargo. Benditos sean.
Nuestra vida, está llena de cositas muy menudas, ordinarias, pero es allí donde Dios llama. Bien decía Santa Teresa de Jesús: Que Dios entre los pucheros anda. Y es verdad.
Cuanto tengo que agradecer a Dios por este don tan grande y a tantas personas que han rezado y hecho sacrificios por mí. De manera especial tengo presente a la Parroquia, mi parroquia San Miguel, en la que se ha rezado siempre por mí. Dios se los pague. Gracias por todo, por el afecto que manifiestan hacia mí y las personas consagradas. Ahora los hago partícipes de esta alegría mía y de la Iglesia, porque se nos da con la ordenación diaconal un nuevo trabajador para la mies.
Hubo una persona que me llamó de el Salvador y lo primero que me dijo fue: ¡Hola, Padre, cómo está! Quedé algo desconcertado por esas palabras, pues eran dichas con sinceridad, mas no tuve otra respuesta que la de agradecer su llamada.
Gracias nuevamente.
Me despido y al mismo tiempo les doy mi bendición diaconal.
Hasta pronto.
Muy atentamente : Diácono Walter Hugo Castillo.
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