Desde mi más temprana edad, he considerado la Navidad como mi fiesta cristiana preferida. Y desde lo que celebramos, el belén o nacimiento es mi lugar idóneo para la contemplación.
Me sorprende como Dios hace sus cosas: escoge para nacer un lugar pobre de un pueblo pequeño situado en una nación minúscula y dominada, escoge ser niño y débil, escoge quedarse en nuestras manos torpes para que le cuidemos. No busca la metrópoli, el Nueva York de hoy, ni un palacio o una buena casa burgués ni viene a lo grande, con estruendosas campañas de márketing preparándole el terreno, ni con demostraciones de fuerza y dominio. Sólo avisa a unos pastores, gente entonces de mala fama, aunque todo el Antiguo Testamento, con sus patriarcas y profetas, constituía un gigantesco anuncio. Pero nadie, de hecho, lo entendió. Salvo unos pocos humildes y algunos sabios. Claro que los sabios trabajaban para Herodes -que no era rey, sino un gánster local-, de modo que decidieron negarlo, y negar al tiempo su ciencia, de paso que aprobaban una matanza más, esta vez de niños.
Con tales antecedentes, resulta humanamente incomprensible el triunfo de la Navidad en todo el mundo veintiún siglos más tarde. Como proyecto, la Navidad estaba destinada al fracaso: por falta de condiciones objetivas, de apoyo de los líderes de opinión y de inversión publicitaria. Hoy semejante idea sería rechazada en cualquier empresa como triste y loca. Nadie confiaría en tan imposible guión. Y esto, dicen algunos, es la prueba más contundente de su verdad.
Quizá constituya también la prueba de que nos creemos muy listos. No hay cátedra como la de ese pesebre donde aprendimos de niños el lenguaje de Dios, su modo de hacerse entender, de explicarnos qué cosas son importantes y cuáles accesorias. Acaso por eso me guste tanto, en estos días, quedarme mucho rato quieto delante del nacimiento y descubrir la Verdad envuelta en pañales, rendirle homenaje y acoger así su buena nueva de salvación.
Cada belén o nacimiento narra la historia de la humanidad y las figuritas de los pastores y de los reyes arrastran nuestra propia búsqueda. Es, cómo lo expresa un teólogo, un autosacramental del descubrimiento y adoración que debemos rendir a Dios ¿No se les despierta la conciencia y lo ven así?
Mi sugerencia para esta Navidad y las demás es que contemplen su nacimiento y adoren al Niño cuyo nombre es Enmanuel, el DIOS-CON-NOSOTROS.
¡Feliz Navidad!
P. Roberto Escalante
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